Todos los bautizados están llamados a la plenitud de la caridad y el modo más inmediato para alcanzar esta meta común se encuentra en la normalidad cotidiana. El Señor quiere entrar en comunión de amor con cada uno de sus hijos, en la trama de las ocupaciones de cada día, en el contexto cotidiano en el que se desarrolla la existencia.
El trabajo es transfigurado por el espíritu de oración se hace posible de este modo permanecer en contemplación de Dios, incluso cuando uno está cumpliendo con sus diferentes ocupaciones.
Para todo bautizado que quiera seguir fielmente a Cristo, la fábrica, la oficina, la biblioteca, el laboratorio, el taller mecánico, las paredes de casa pueden transformarse en lugares de encuentro con el Señor, quien quiso vivir durante treinta años de manera escondida.
La vida cotidiana, con su aparente color gris, en su monotonía hecha de gestos que parecen repetirse siempre del mismo modo, puede alcanzar el relieve de una dimensión sobrenatural y ser así transfigurado.
Los pequeños acontecimientos de la jornada encierran en sí una insospechable grandeza y, viviéndoles precisamente con amor hacia Dios y los hermanos es posible superar en su raíz toda fractura entre fe y vida cotidiana, fractura que el Concilio Vaticano II denuncia como uno de los "errores más graves de nuestro tiempo”.
Al santificar su propio trabajo en el respeto de las normas morales objetivas, el fiel laico contribuye eficazmente a edificar una sociedad más digna del hombre y a liberar la creación.
Debemos amar al mundo apasionadamente, haciendo una interesante aclaración: «Ser hombres y mujeres de mundo, pero no seamos hombres y mujeres mundanos».
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